viernes, 6 de junio de 2014

Jacaranda

Recuerdo perfectamente la primera bofetada de mi padre. Tenía 4 años y estaba en el baño, con los labios mal pintados y una toalla sobre la cabeza con la que imaginaba que tenía una larga melena. Con el cepillo de pelo de mi madre a modo de micrófono jugaba a ser cantante de unas canciones que hablaban de amor en un italiano inventado. Un día mi padre entró sin llamar y al ver esa escena ridícula se quedó atónito. Con la cara desencajada me pegó una bofetada tan fuerte que aun me duele. Nos quedamos paralizados, mirándonos. No sé quién de los dos tenía mas miedo. Entonces me cogió literalmente de un puñado y me arrojó a los pies de mi madre: “Ahí tienes a tu hijo, te ha salido maricón” dijo marchándose al bar dando un portazo.

Mi padre nunca volvió a hablarme con normalidad y mientras yo seguía jugando a escondidas a ser quien me sentía de verdad, él seguía empeñado en esa tarea tan cruel como inútil de enderezarme a base de insultos y bofetadas. Me prometí a mi mismo no llorar delante de él y lo cumplí, por fuerte que fuera el golpe o por mucho que dolieran sus palabras. Ya lloraba lo suficiente a solas, frente al espejo, mientras veía mi cuerpo como un disfraz elegido por error en una grotesca fiesta de carnaval.

Llegarían otros insultos en el colegio, más golpes en el instituto, susurros entre risas en la taberna e incluso alguna pedrada en el baile de las fiestas del pueblo. Pero yo seguía sin llorar, como una especie de victoria personal en esa lucha por no pagar por un error que no era mío.

Cuando cumplí 17 años mi madre me llamó a la cocina. De repente, sin saber cómo, se había hecho mayor. Sacó un pequeño fajo de billetes de un pañuelo que guardaba cuidadosamente bajo el sostén y me dijo: “Llevo años fregando portales a escondidas de tu padre para ahorrar este dinero. Cógelo, es tuyo. Quiero que te vayas, lo más lejos posible. Ni tu padre, ni el pueblo y ni muchas veces y misma estamos preparados para lo que eres y lo que llevas dentro y no debes permitir que eso te destroce la vida”. Cogí ese dinero y sin despedidas ni lágrimas ni equipaje me subí al primer autobús que pasó por la carretera y que me cambió la vida.

Algunas personas necesitan crear su propia versión del mundo, como una realidad paralela, para sobrellevar su realidad que les supera. Es como si necesitaran de la magia para vivir. Yo soy una de esas personas y cuando creí que todo estaba ya perdido tuve la enorme suerte de ver que mi magia se hacía realidad. En todos los sentidos.


 Hoy en día sigo cantando canciones de amor, pero el italiano ya no es inventado, es playback. Y no llevo llevo toalla en la cabeza, que no ésto no es un spa... llevo pelucón, ¡y mis buenos dinerales me cuestan! Hoy en día ya no lloro, pero para que no se me corra el rímel, maricón, que parezco un oso panda. Hoy me miro al espejo y sigo viendo los mismos ojos asustados, pero el disfraz es otro y soy por fin la reina de la fiesta.